jueves, 9 de diciembre de 2010

Al margen



Sobre el final de mi blog, a la gente de Victoria Rolanda se les ocurrió nominarme como el mejor blog femenino del año.
Hay grandes mujeres que escriben que están entre los 17 blogs preseleccionados, por lo que me da hasta vergüenza que mi historia esté entre esos nombres.

Pero bueno, quizás sea un broche distinto para todo lo que me tocó atravesar este último tiempo...

Como sigo creyendo en que a veces las cosas buenas nos pueden pasar, o al menos rozarnos un poco, les dejo el link por si quieren darme un voto, al menos para no quedar en el último puesto.

lunes, 6 de diciembre de 2010

La víspera del final



Pasé esa madruga y la siguiente desvelada.
Creía que la noche podía traerme respuestas que la vigilia diurna no me daba.
Durante el día, debía convivir con la preocupación de Javier, que agigantaba la mía sin que se lo hiciera saber.Ese tipo está loco, decía, me da miedo no saber cuál puede ser su próxima jugada.
Yo asentía con la cabeza, con la mirada fija en una pelusa sobre la alfombra, o en los zapatos de Javier prolijamente acomodados junto al placard.
Mientras él hablaba yo tejía planes que deshacía al instante. Ninguno era lo suficientemente contundente como para detener a un Manuel enfermo. Nada era lo bastante liberador.

Así, durante la noche, en el silencio que me regalaba el sueño de Javier y la quietud de una ciudad adormecida, me acariciaba la panza y diseñaba un escape definitivo de la vida de Manuel.
Había una sola alternativa posible: someterlo a un análisis de adn que derribara sus ilusiones como un viento que arranca el árbol de raíz.

Dos mañanas más tarde lo llamé.
Atendió con voz esperanzada, y me saludó con una hilera de elogios y palabras empalagosas.
Fui al punto, sin detenerme ni para respirar entre palabra y palabra.

- Manuel, quiero que te hagas un adn. Creo que es la única manera de que te convenzas de que este hijo que espero no es tuyo y puedas rehacer tu vida.


Hubo un enorme silencio del otro lado de la línea. Tuve que mirar dos veces el visor de mi teléfono para comprobar que la comunicación seguía activa.

- Manuel...¿estás ahí?

Lo oí llorar y después maldecir en un balbuseo, como si se hablara a sí mismo.

- Está bien -dijo - ¿Cuándo?



Esa misma tarde nos encontramos en la clínica.
Estaba aún más demacrado que la última vez que lo había visto. Las bolsas debajo de sus ojos denotaban más noches de insomnio que las mías; su paso ralentado simbolizaba el desgano que le provocaba la vida misma.

Yo no lo supe en ese entonces.
No pude descifrar las señales que todo su cuerpo enviaba como avioncitos de papel hacia todos los costados.
De haberme dado cuenta, me hubiera detenido a leer el mensaje desalentador que traían escrito.

Estaba frente a mi ex marido, acompañándolo en la víspera de su propio final y hasta impulsándolo, sin saberlo, a que no revirtiera su fatal destino.

martes, 21 de septiembre de 2010

Juntos



Ese fue el día en que volvió Javier y en que yo retomé la idea de que era posible tener una familia.

Le dimos tiempo al abrazo interminable, a su mano sobre la panza, a las miradas sostenidas y envueltas en lágrimas.
Sólo después del ritual del descubrimiento mutuo, pudimos hablar.
Y Javier entendió.
Y yo perdoné.
Y Javier perdonó.
Y yo entendí.

Por unos días, el silencio de Manuel me hizo pensar que se había rendido, que había dejado de lado la disparatada invención de su cerebro enfermo. O que tal vez había recobrado el sano juicio.

Hasta que un domingo, cuando salíamos de casa para ir a almorzar, se apareció en la puerta.
Estaba demacrado, como si el dolor le hubiera dejado surcos en el rostro y hubiera encorvado su espalda. Tenía los ojos raros, inyectados un poco de desesperanza y otro poco de rabia.

Se acercó a Javier y, sin que pudiera frenar su avance, le dijo:

- ¡Cornudo! ¿Te da placer hacer beneficencia haciéndote cargo de un hijo que no es tuyo?

- Pará, Manuel -interrumpí - No sabés lo que estás diciendo, estás enfermo.

- Acá los únicos enfermos son ustedes que evaden la realidad. Ese hijo es mío, Miranda, no van a negarme la satisfacción de ser padre.

- Mirá Manuel, Miranda me contó lo que te está pasando y permitime que sienta un poco de pena por vos - respondió Javier manteniendo la calma.

- ¿Ah, si? - rió - ¿Ya te llenó la cabeza la zorra ésta? - dijo sonando tan irónico como pudo.

- No te permito que le hables así a mi mujer. Andate o llamo a la policia.

- Soy abogado, ¿te olvidás? - dijo sin inmutarse.

- No me importa qué sos o qué dejás de ser. Esta es nuestra casa, ella es mi mujer y vos no tenés lugar acá.

- Andate, Manuel, haceme el favor - agregué - Cuando estés más calmado me llamás y hablamos.

Esas parecieron ser las palabras mágicas que devolvieron el rictus normal de Manuel y que lo hacía ver parecido al que alguna vez conocí.
La ilusión de una posible charla conmigo, la remota chance de que yo lo escuchara, tejía en su cabeza una red en la que podía descansar y olvidarse, por un momento, de aquello que lo había llevado hasta nuestra puerta.

- Te llamo entonces. Mañana te llamo, ¿si? -dijo
-Dale, llamame.

Y se alejó hasta su auto y se fue manejando.

Javier me miró. Sólo me miró.
Me había entendido y ya no dudaba de mi.


Sentí tranquilidad.
Sentí que a pesar de Manuel y de lo que pudiera venir no estaba sola.
Estábamos juntos para dar batalla.

sábado, 7 de agosto de 2010

Hilvanando mi historia


Luego de esta pausa voy a intentar retomar mi historia desde el punto en que la dejé.
Según mi terapeuta: "te va a hacer bien".
Veamos si es cierto.



Manuel estaba convencido de que el hijo que yo esperaba era suyo. No tenía pruebas, ni certezas, tan sólo la propia convicción que reinaba en su mente enferma.
No contento con mi huida de la clínica, después de dejarlo masticando mi nombre en la puerta, retomó el contacto por teléfono.
Llegó a llamar durante tres horas seguidas, y cuando digo seguidas me refiero a sin interrupción.
Finalmente, a las diez de la noche de un día que ya no recuerdo si era jueves o martes, lo atendí.

- Ay, mi amor - dijo con sensación de alivio - soy tan feliz de escucharte.

Hice silencio. No pensaba hablarle.

- Mirandita, vamos a tener un hijo. ¿Hasta cuándo pensabas ocultármelo?

Callé, tragué saliva y continué callada.

- Hablame, amor, ya no tenés que estar enojada conmigo. Ahora vamos a ser la familia que siempre debimos ser. ¡Viste que la vida siempre se ocupa de terminar lo que nosotros dejamos a medio hacer!

Y ahí hablé por primera vez, dispuesta a terminar con ese circo que se inventaba Manuel.

- No hay nada a medio hacer salvo el divorcio. Este hijo que espero es de Javier y con él tengo lo que yo llamo familia.

Cuando escuché que volvía a tejer una frase, le corté-.

Supe que había algo mal en mi discurso. Yo no tenía con Javier una familia. Tan sólo la intención de que lo fuera.
La proximidad de Manuel servía para obligarme a achicar distancias con lo único sano que había encontrado en mi vida. Su aparición, era el instrumento que me permitía contrastar el yin y el yan, los polos opuestos, el bien y el mal.

Tomé el celular y escribí, cobardemente.

- Javi, volvé.

Antes de la medianoche pude escuchar la llave en la cerradura.

martes, 13 de julio de 2010

Tragedia y dolor


Este post es en tiempo real. No porque quiera, sino porque no me queda opción. A ustedes que siguieron una gran parte de mi vida en este espacio, les debo respeto.

Vuelvo a dar una señal, aunque sin ganas de nada. Sin fuerzas, presa del desánimo y del espanto...


Intentaré, en los posteos siguientes, contarles como fue que llegamos a este instante. Mientras tanto, sólo seré capaz de contarles que mi ausencia se debió a la muerte de Manuel.
Fue una muerte drástica, aunque en el fondo intuída por mi sexto sentido y por los años compartidos que me habían permitido conocerlo.

Manuel se suicidó hace apenas cuatro domingos, después una sucesión de hechos inevitables que terminaron con su ilusión de ser el padre de mi hija.

Mi beba, Mía, es lo único que me mantiene conectada al mundo, que imprime una cuota de razón a todo esto y que me regala un poco de oxígeno como para seguir en pie.

Esto es todo lo que puedo vomitar hoy en este espacio.
La culpa no me permite encontrar la forma de retomar la historia en el punto en que la dejé.
De sólo pensar que deberé atravesar los acontecimientos que llevaron a Manuel a tomar la decisión de quitarse la vida, me llena de un dolor inexplicablemente grande.

Espero sepan entender.
No pido nada más.

domingo, 11 de abril de 2010

El principio del fin



El tiempo que siguió fue un túnel negro en el que no alcanzaba a distinguir ninguna salida posible.
Es difícil rebobinar las escenas y hacerme inmune al dolor cuando las veo pasar, una a una, sobre la pantalla de mi mente.

Manuel se volvió una sombra, una prolongación de mi existir.
Tuve que cambiar de teléfono dos veces y siempre se las ingeniaba para conseguir el nuevo número. Finalmente, opté por llevarlo apagado, pero al encenderlo, un mínimo de doce mensajes de voz y otro tanto de texto, aparecían en el visor del aparato.
Di de baja a mi antiguo mail para no tener que seguir leyendo sus cartas, algunas veces en forma de declaración de amor y otras en lenguaje de amenaza.
La única alternativa que logró devolverme un poco de paz fue la de quedarme en casa, aislada del mundo en el que existía Manuel.

Tres semanas después, un día domingo, Javier volvió.
Lloró como un chico abrazado a mi pierna, pidiéndome perdón hasta quedarse sin aliento.
No había ira ni bronca alguna que pudieran no flaquear ante semejante manifestación de amor.
No pude no perdonarlo.

Con él me animé a salir otra vez a la calle y a retomar poco a poco mi vida.
La panza crecía, la ilusión de que Manuel se hubiera evaporado también.

Pero la vida ya me tenía acostumbrada a que no podía elegir del menú todas las cosas que me hacían bien.
Si algo estaba en orden, el resto en cualquier momento podía derrumbarse.


Y así fue, dos meses después, mi vida estaría sepultada bajo los escombros.



domingo, 4 de abril de 2010

Primera Ecografía


A mi primera ecografía fui acompañada por Clara.
Javier había intentado pedirme perdón pero yo no había sido capaz de atender sus llamados o responder sus mensajes. El ruido de la puerta al cerrarse se había convertido en un eco que se agigantaba con el correr de los días. Mi amor mutaba a rabia, a bronca y no podía perdonarlo.
La única que siempre estaba, sin hacer mayores preguntas, era Clara.

Lamenté que el mal momento que atravesaba me impidiera disfrutar de ese acontecimiento como siempre había soñado. Pero la ausencia de Javier era, de pronto, una enorme presencia. Una nube gris sobre mi cabeza. Un pedacito de mí que se había ido.

Entramos a la clínica y atravesamos el pasillo para tomar el ascensor que llevaba al segundo piso.
Una vez ahí, nos anunciamos en la recepción. Nos indicaron que siguiéramos caminando hasta el fondo y que allí dobláramos hacia la derecha.
En medio del recorrido, sentí que Clara me apretaba el puño con fuerza, como si tratara de advertirme sobre algo. En el mismo instante, oí una voz que pronunciaba mi nombre.


- Miranda, qué sorpresa.¿Qué hacés acá?

- ¿Vos qué hacés acá? - respondí, pálida, como si me encontrara en presencia de un fantasma.

Enseguida identifiqué un yeso en la pierna izquierda de Manuel y supuse cual sería su respuesta.


- Una fractura- dijo - ¿Vos?

- Se intoxicó - mintió Clara.

- Espero que no haya sido culpa mía - río - Fue un chiste de mal gusto, lo sé.

- Fiel al resto de tu persona - atiné a decir- Siempre tan desagradable.

Empecé a caminar. A mi lado, Clara balbuceaba insultos. Al llegar al final del pasillo, doblamos tal como la recepcionista nos había indicado.

Por suerte no había nadie, así que apenas dos minutos después el médico nos hizo ingresar.


La sensación de ver a mi bebé por primera vez fue suficiente para hacer desaparecer de mi mente a los Javieres, Octavios y Manueles. Nada había más importante que esa pequeña personita a quien no conocía pero amaba.
Por unos quince minutos fui feliz. Completamente feliz.
Me sentí viva, radiante. Nueva.
Clara lloraba sin parar y trataba de disimularlo para no contagiarme. Yo hubiera querido llorar pero la emoción era tanta que llorar hubiera sido poco.


Al salir, Manuel estaba esperándome, sentado en los sillones de la recepción. Yo seguí de largo como si él no existiera.

- Miranda - dijo - esperame, quiero decirte algo.


No me detuve, ni lo miré siquiera. Manuel insistió.


-Miranda, escuchame - volvió a decir mientras se levantaba y caminaba detrás nuestro arrastrando su pierna enyesada.

- No quiere hablarte- le respondió Clara - ¿no entendés?


- ¡Miranda! - gritó fuerte.

Me detuve como si ese grito fuera la señal de algo peor que estaba por venir.

- Me mentiste. Viniste hacerte una ecografía porque estás embarazada. Y yo sé que ese hijo es nuestro - dijo.

- Estás enfermo - le respondí antes de seguir caminando hacia el ascensor.

- Voy a ser padre, Miranda. Vamos a ser una familia otra vez - dijo



Y sentí miedo.