martes, 21 de septiembre de 2010

Juntos



Ese fue el día en que volvió Javier y en que yo retomé la idea de que era posible tener una familia.

Le dimos tiempo al abrazo interminable, a su mano sobre la panza, a las miradas sostenidas y envueltas en lágrimas.
Sólo después del ritual del descubrimiento mutuo, pudimos hablar.
Y Javier entendió.
Y yo perdoné.
Y Javier perdonó.
Y yo entendí.

Por unos días, el silencio de Manuel me hizo pensar que se había rendido, que había dejado de lado la disparatada invención de su cerebro enfermo. O que tal vez había recobrado el sano juicio.

Hasta que un domingo, cuando salíamos de casa para ir a almorzar, se apareció en la puerta.
Estaba demacrado, como si el dolor le hubiera dejado surcos en el rostro y hubiera encorvado su espalda. Tenía los ojos raros, inyectados un poco de desesperanza y otro poco de rabia.

Se acercó a Javier y, sin que pudiera frenar su avance, le dijo:

- ¡Cornudo! ¿Te da placer hacer beneficencia haciéndote cargo de un hijo que no es tuyo?

- Pará, Manuel -interrumpí - No sabés lo que estás diciendo, estás enfermo.

- Acá los únicos enfermos son ustedes que evaden la realidad. Ese hijo es mío, Miranda, no van a negarme la satisfacción de ser padre.

- Mirá Manuel, Miranda me contó lo que te está pasando y permitime que sienta un poco de pena por vos - respondió Javier manteniendo la calma.

- ¿Ah, si? - rió - ¿Ya te llenó la cabeza la zorra ésta? - dijo sonando tan irónico como pudo.

- No te permito que le hables así a mi mujer. Andate o llamo a la policia.

- Soy abogado, ¿te olvidás? - dijo sin inmutarse.

- No me importa qué sos o qué dejás de ser. Esta es nuestra casa, ella es mi mujer y vos no tenés lugar acá.

- Andate, Manuel, haceme el favor - agregué - Cuando estés más calmado me llamás y hablamos.

Esas parecieron ser las palabras mágicas que devolvieron el rictus normal de Manuel y que lo hacía ver parecido al que alguna vez conocí.
La ilusión de una posible charla conmigo, la remota chance de que yo lo escuchara, tejía en su cabeza una red en la que podía descansar y olvidarse, por un momento, de aquello que lo había llevado hasta nuestra puerta.

- Te llamo entonces. Mañana te llamo, ¿si? -dijo
-Dale, llamame.

Y se alejó hasta su auto y se fue manejando.

Javier me miró. Sólo me miró.
Me había entendido y ya no dudaba de mi.


Sentí tranquilidad.
Sentí que a pesar de Manuel y de lo que pudiera venir no estaba sola.
Estábamos juntos para dar batalla.