domingo, 27 de diciembre de 2009

Mi príncipe azul






Nada es cien por ciento perfecto. Nunca.
El departamento ideal puede esconder humedad en el fondo del placard,
el vestido nuevo puede achicar al primer lavado y el trabajo que
parecía perfecto puede consumirnos el ánimo bajo las órdenes de un supervisor sin modales.

Así pasó con los hombres de mi vida.
El que parecía haber sido tallado a mano para ajustarse al formato
de marido soñado, terminó por moldearse a la medida de mis pesadillas.
Aquel que corrió a mi rescate lo hizo montado sobre un caballo de madera y con la espada desafilada, se perdió en el bosque y se distrajo con la primera mujerzuela que se le cruzó.

Hasta que llegó él.
No traía capa, ni galera.
No agitaba las riendas de un corcel adiestrado ni desplegaba promesas que no pudiera cumplir.
No se escondió ante mis desplantes y toleró mis caprichos con una sonrisa honesta.

Mi príncipe azul no salió de un cuento ni me lo enviaron a domicilio en una caja mágica.
Era imperfecto, muchas veces predecible y otras tantas demasiado ingenuo.
Pero también divertido, fiel, tolerante, sensible y tierno, y cuando estaba con él volvía a creer que era posible amar desde las entrañas.

Sobre todo cuando lo veía planear nuestra boda como quien planea el acontecimiento de su vida, con anotaciones de puño y letra en un cuaderno de tapas azules que tachaba y volvía a escribir según fueran cambiando sus ideas.


Y mucho más todavía cuando, desde la puerta que da a la cocina, lo vi ocultar el anillo de compromiso en un brownie de chocolate.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Paréntesis festivo


Vuelen detrás de lo que imaginan, sin límites ni miedos.
Todo lo que deseen puede volverse realidad.


Brindo por un nuevo año de mutua compañía y porque la felicidad nos abrace y no nos suelte nunca.

Gracias por estar del otro lado.

Besos.

Miranda.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Feliz rutina



Hubo un rotundo sí de mi parte que llegó luego de una negociación.
Iba a haber ritual de boda, que podría devenir en casamiento real el día en que obtuviera el divorcio, pero antes tenía que prometerme que jamás volvería a desconfiar de mi palabra. Ni siquiera de mi silencio.

Prometió sin dudarlo y un dejo de remordimiento al recordar a Octavio me arrugó el alma.
Una dosis de perdón hacia mi misma, seguida de una lista de justificativos, me permitieron hacer un bollito con la culpa y echarlo al tacho de basura.



- ¿Eso es un sí de verdad? Decime: Sí, quiero, como en las películas - se rió entusiasmado.

- Sí, quiero, Javi. Obvio que quiero.


La sonrisa de Javier llenó la habitación de luz y el corazón se le transparentó a través de la camisa.





Y así volvimos a la rutina de fotos, publicidades y campañas amenizadas por sesiones de amor y compras en el supermercado bien agarrados de la mano, marcando un límite invisible entre nuestro mundo y el ajeno.

Nos mudamos a un planeta propio en el que brotaban sonrisas de las macetas y las ilusiones se hamacaban en el tender.
Desayunábamos en la cama, impregnados de proyectos soñados por las noches y dibujados a mano en servilletas de papel.

Mi pequeño barco sin timón sentía que por primera vez se tomaba un descanso en las tranquilas aguas de la feliz rutina.

Y una felicidad tan esperada sólo podía venir en tamaño extra large.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Una guerra de siete días



La semana trascurrió sin dirigirnos la palabra.
Minutos que agonizaron entre dos camas separadas, silencios que invadieron cada rincón de la casa.
Un aire denso, plagado de preguntas que nadie se atrevía a formular y una sonrisa impostada en señal de una aparente fortaleza que no existía.

Con el paso del tiempo la inquietud se volvió grande. Yo estaba a la espera de que ocurriera algo que pusiera un punto final o un punto y aparte, pero que nos rescatara de esa cornisa en la que habíamos quedado suspendidos.

El departamento se había convertido en nuestro campo de batalla. El que llegaba primero delimitaba el territorio subiendo el volumen de la radio o sintonizando un canal de televisión que el otro no se animaba a cambiar. Así, desprovisto de municiones, sólo quedaba la opción de encerrarse en el cuarto en carácter de perdedor.
Descubrí que lo que más le molestaba era que me adueñara del baño en el momento exacto en que él necesitaba usarlo. Lo escuchaba refunfuñar detrás de la puerta mientras yo leía, recostada sobre la pared azulejada, el final de Desayuno en Tiffanys.

Cualquiera que hubiera presenciado nuestra cotidianeidad como mero espectador nos hubiera catalogado de inmaduros. Salvo, claro, que se quedara a contemplar el final.

La guerra duró una semana.
El sábado, Javier asomó la banderita blanca detrás de su coraza. La hizo flamear bien alto para asegurarse de que lo viera.
Cuando llegué, el living estaba en penumbras, apenas iluminado por la luz de las velas.
No fue fácil distinguirlo en la oscuridad. Hasta que lo vi sosteniendo tres rosas blancas con los ojos brillantes y una sonrisa etérea.

- Fui un idiota en desconfiar. Casate conmigo, por favor. No me importa dónde ni cómo, pero casate. Perdoname...


Eso fue todo lo que dijo.
Lo necesario, lo imprescindible, lo justo para que yo confirmara que con él no me había equivocado.



sábado, 5 de diciembre de 2009

Mudanza



Bajamos del avión sin hablar y así llegamos al departamento. Por primera vez sentí que era una intrusa en los mismos ambientes de los que me había sentido un poco dueña.

Desarmamos las valijas en medio de un incómodo silencio que sólo fue interrumpido por el sonido del teléfono que ninguno se dignó a atender.
Cuando ya no tuvimos más remeras que doblar a la mitad, ni pantalones que colgar con esmero en cada percha, cuando no quedaban más bolsillos que revisar, ni papeles inservibles para tirar, inventamos algo nuevo para hacer por separado.

Yo cociné todo lo que había en el freezer para volverlo a freezar.
Javier acomodó su billetera en el bolsillo trasero del jean, agarró su campera negra y salió, sin decir una palabra.

Aproveché el tiempo a solas para bañarme. Juro que hubiera querido remojar las penas y colgarlas al sol con dos o tres broches.
Enjuagué los recuerdos de Buenos Aires y los vi escurrirse por el desagüe envueltos en espuma.
Encendí un cigarrillo, traté de poner mi mente en blanco, pero no pude. Javier se sentaba en mis pupilas y me miraba desde ahí con ojos de desconfianza y el seño fruncido.
Sin duda estaba enojado por mi supuesta mentira pero yo lo estaba aún más. Odiaba que desconfiara de mí y que me impusiera un castigo por callar aquello que me dolía recordar.
El tiempo que habíamos pasado juntos, mi caudal de secretos vomitados frente a cientos de cafés, la desnudez de mi alma en cada charla, debían ser suficientes para evitarme el banquillo de lo acusados.

Hice círculos con el pie dentro del agua inventando un remolino que me arrastrara hacia la orilla del entendimiento, pero no había nada que entender. Javier me había decepcionado.


El olor a alcohol entró al departamento antes que Javier. Lo escuché tropezarse con la mesa ratona y pregonar insultos con la lengua resbalando en cognac. Volvió a maldecir cuando descubrió que no quedaba una sola botella de vino en la alacena.
Pensé un momento en esa notoria diferencia entre nosotros. Él ahogado en alcohol hasta perder la consciencia, yo en un baño de inmersión hasta arrugarme las huellas.

Supongo que se acordó de mi presencia cuando mastiqué rabia y se me escapó un sonido en señal de fastidio.
Aseguraría que me miró porque pude sentir sus ojos en la nuca y adivinar su gesto de descontento.

Se arrastró hacia la cama de dos plazas y dejó caer el peso de su cuerpo vestido.
Yo, en el sillón, formé con las sábanas una muralla imaginaria que separara mi territorio del suyo.


jueves, 3 de diciembre de 2009

Nueva soledad


Bajé la mirada, muerta de vergüenza.

Un espacio de diez centímetros separaba mi ridícula culpa de su dedo acusador. Me sentí una niña otra vez, regañada por haber escondido las pantuflas del abuelo o por haber comido una docena de caramelos justo antes de la cena.
Levanté la cabeza, despacio,como si esperara el grito que suena a bofetada y que hace eco en la mandíbula.

- ¿Cómo podés preguntarme eso? - dije entre lágrimas.

- Es que estoy seguro de que me estás mintiendo, si no hay más que verte para darse cuenta. ¿No ves cómo te ponés? No me quieras engañar a mí, justo a mí... más vale que me cuentes las verdad - dijo.

- Es que mi verdad no es la misma que vos estás empecinado en escuchar. Cualquier cosa que diga en este momento va a sonarte a mentira y lo único que voy a lograr, si abro la boca, es que te enrosques cada vez más con tu propio argumento.

- ¿Entonces no me vas a decir qué fue lo que pasó anoche?

- No, si vos ya tenés todas las respuestas. ¿O acaso no desconfías de mí porque pensás que me acosté con él? ¿Me equivoco? Decime - agregué ahogando cada palabra en una lágrima nueva.

- ¡Miranda, te exijo que me digas si te acostaste con Manuel!

- Y yo te exijo que me des la posibilidad de borrar tu desconfianza porque una vez que se instale entre nosotros se va a quedar ahí para siempre tejiendo una trampa mortal de la que nos va a ser muy difícil salir ilesos.

Se quedó quieto, enmudecido. Sólo se oía el ruido de su mente desmenuzando cada palabra que yo había dicho.
Un golpe en la puerta nos obligó a desviar la atención hacia alguien que no fuésemos nosotros.

- Ocupado - dijo Javier

- Tenemos que salir - le dije en voz baja.

Esperamos a que los pasos del pasajero se alejaran de la puerta para regresar a nuestro asiento.
Una vez sentados, abracé a mi almohada y me ovillé hacia el lado de la ventanilla.

No pude conciliar el sueño con facilidad y, mucho menos, soñar con árboles y mariposas.
A duras penas encontré una somnolencia vulnerable a cualquier mínimo sonido. La respiración de Javier bastaba para devolverme a la vigilia y a esa sensación incómoda de cuando uno descubre que algo se rompió y que, por más que vuelva a pegarse, jamás será lo mismo.