sábado, 27 de febrero de 2010

Construir



La vida de casados era mejor que la de solteros. La convivencia con "título" nos tenía felices noche y día y parecía atraer cosas positivas a nuestras vidas.
Javier comenzó a tener más propuestas laborales y yo pocas pero con exclusividad para ciertas marcas lo que nos garantizaba una seguridad económica como para proyectar el futuro sin sobresaltos.

Lo mejor sucedió cuando a Javier le llegó una propuesta para radicarse en Buenos Aires. La tentación de aceptar y regresar a nuestros afectos nos hizo evaluar los pros y contras hasta altas horas de la madrugada. Todo indicaba que era la decisión correcta, salvo por mis contratos a los que debería renunciar.

Me puse en campaña para intentar lograr una oferta con alguna marca internacional que estuviera también en la Argentina. Me moví hasta lograr una segunda entrevista para una reconocida marca de cosméticos. Mientras tanto, Javier avanzaba con el proyecto que nos depositaría nuevamente en nuestra ciudad.

Una semana después me confirmaron el trabajo. Era menos dinero pero representaba la posibilidad de iniciar mi carrera como modelo publicitaria en Argentina y nos volvía a regalar tranquilidad. Tuve que llenar papeles, adjuntar fotos y hacerme análisis.

Dos días antes de que saliera nuestro vuelo con destino a Buenos Aires, me llamaron de la marca.

- Hay un problema con sus análisis. Bueno - la persona del otro lado de la línea hizo una pausa- no es necesariamente un problema.

- ¿Estoy enferma? - pregunté inquieta.

- No, está embarazada. ¿Puedo felicitarla?


Solté el teléfono y miré a Javier que estaba embalando algunos adornos del living. Mi mente se trasladó a ese jardín que había soñado aquella noche y pude recordar a esa nena que corría mariposas. Mi estómago trepó hasta mi garganta y el corazón me estalló en la palma de la mano.
Un hijo. Íbamos a tener un hijo.


- Puede felicitarme, claro - dije con la voz entrecortada.

- Perfecto, felicitaciones entonces. Esto no es un inconveniente para el trabajo, al menos no por ahora. Cuando llegue a Buenos Aires deberemos a acortar un poco el contrato, pero nada más. Buen viaje.


Corté y corrí a abrazar a Javier. Me miró extrañado, sin entender a que se debía mi alegría.

- ¿Qué pasa, Mir? ¿Te aumentaron el sueldo sin empezar?

- No, algo mejor.

- Bueno, contame, no seas mala.

- ¿La cuna la compramos en New York o esperamos a llegar a Buenos Aires? Vamos a ser papás- agregué.


De ese momento solo recuerdo recuerdo las lágrimas de felicidad en los tiernos ojos de Javier.







Pido disculpas por la demora en mis posteos, pero como imaginarán, mi vida cambió considerablemente este último tiempo. Espero que puedan entenderme y que sigan estando del otro lado como siempre.

lunes, 15 de febrero de 2010

Mi buena estrella


La luna de miel fue semejante a mi idea del paraíso.
Mar azul, desayunos inmensos debajo de un par de palmeras, camisola blanca, pies descalzos y nada más importante que hacer el amor en el resto del tiempo libre.

¿Podía pedir algo más?
Sí, que durara.


Fue una semana de intensas emociones.
No estaba acostumbrada a sentirme libre aunque alguien estuviera las veinticuatro horas pendientes de mi presencia. Mucho menos a que yo misma pudiera extrañarlo cuando se alejaba cinco minutos para ir hasta la barra en busca de otro martini.

El matrimonio nos quedaba bien.
Estábamos radiantes y de envidiable humor.

De la cama a la playa, de la playa al restaurante y del restaurante a la cama.
Amor, sexo. Sexo y amor.

¿Podía pedir algo más? Podía...
Pedí mi deseo a una estrella mientras cruzaba los dedos en secreto para que Javier no me viera.
Dicen que el problema de desear algo con intensidad es que a veces puede cumplirse.

Eso fue lo que pasó en mi caso.
Pedí un deseo y mi buena estrella se ocupó de concederlo.

lunes, 8 de febrero de 2010

La ceremonia


El camino al altar se me hizo interminable.Quería grabar en mi memoria cada imagen, cada pequeño detalle por más insignificante que fuera.
El sendero con flores sobre la arena, la sensación de mis tacos hundiéndose en la playa, la brisa con olor a mar acariciándome el pelo. Mis afectos, de pie frente al azul del paisaje, vestidos de blanco para respetar la consigna. El arco improvisando un altar sagrado, al menos para nosotros.
Y Javier. Hermoso, elegante, perfecto.

Un violín sonó marcando el inicio de la ceremonia y me acerqué hasta mi amor siguiendo la música como en los cuentos de hadas. Javier fue todo sonrisa y brillo en sus pupilas. Podía haberse desvanecido el mundo en ese instante y desaparecer a mis pies. Nada me importaba más que la mano de Javier sosteniendo la mía frente a ese inmenso mar.

El juez, que no era más que una persona que se ganaba la vida casando gente, pronunció unas palabras que se mezclaron con el sonido de las olas.
Clara leyó un poema, El Tano improvisó un deseo de felicidad eterna y el juez nos pidió las alianzas. Javier sacó de su bolsillo dos anillos y se los entregó antes de decirme:

- Miranda, sé que si volviera a vivir mil veces, mil veces volvería a elegirte. Lo supe desde el día en que te ví, cuando sentí que mi corazón ya no era mío. Por eso quiero pedirte que seas mi mujer, ahora y siempre.

El corazón me latía con tanta fuerza que pensé que iba a quedarme muda por el resto de mis días. Respiré hondo, contuve las lágrimas fruto de la emoción y dije:

- Javier, tuve que dar vueltas y tropezarme varias veces en esta vida hasta encontrarte. Cuando lo hice, descubrí que todo lo que me había pasado cobraba sentido. Sos la mejor recompensa para mis horas de tristeza y el hombre que elijo para envejecer juntos.



Nos colocamos las alianzas y el juez pronunció las palabras esperadas: Los declaro marido y mujer.

Sabíamos que esa frase carecía de valor frente al mundo, pero en nuestro interior, era todo lo que necesitábamos oír para sentirnos felices.

Nos besamos con aplausos de fondo y recorrimos el camino frente a nuestra familia y amigos bajo un cielo cubierto de pétalos de rosa.




Fue un almuerzo tranquilo frente a la pileta del hotel. Dos hawainas bailaron para nosotros y nos regalaron los típicos collares que aún conservo de recuerdo. Bebimos, reímos, bailamos, brillamos.
La boda perfecta, la postal soñada, el hombre de mi vida.

Al atardecer nos despedimos de todos escondiendo la emoción para no empañar la despedida y nos fuimos de luna de miel.


Cuando lo abracé a Javier, lejos de la mirada atenta de los invitados, entendí el significado de todo. Una sensación de paz me cubrió el alma. Todo lo que necesitaba para vivir estaba caminando a mi lado.

Y me sentí feliz.












lunes, 1 de febrero de 2010

Blanca y radiante

Y llegó el día.
Ya instalados en el hotel, no había más que pensar que en la boda.
Octavio quedaba atrás. Manuel, a un costado.
Delante, Javier y la posibilidad de un nuevo comienzo, recortado del pasado y de las malas experiencias.
Volver a cero, al purgatorio después de haber puesto los pies en el infierno.


Yo ultimaba detalles con el personal del hotel mientras Javier se ocupaba de recibir a la familia y los amigos. Pocos, nada más que un grupo reducido de afectos entre los que estaba mi fiel amiga Clara.


Ella subió para ayudarme con el vestido y para controlar que la maquilladora no me produjera como para un musical, ni el estilista convirtiera mi pelo lacio en un adoquín lleno de spray.
Entre medio, hubo tiempo para los abrazos y los chimentos de su luna de miel.
Nuestra felicidad hubiera sido motivo de envidia para cualquiera que nos observara a través de la cerradura.

La alegría se notaba en mis pupilas y en la comisura de mis labios. Me sentía adolescente en esa charla entre amigas y a la vez adulta cuando recuperaba la consciencia de saber dónde me encontraba.

Era el día esperado, con la gente anhelada, con la pareja soñada.

Clara subió el cierre de mi vestido y me acomodó por enésima vez las flores del tocado.
Me dio una pulsera nueva, un dije que ella había usado en su casamiento y una liga azul que cumplía con la tradición y me auguraba buena suerte.


Así, con mi solero claro, mis zapatos apenas caminados por la alfombra de un departamento en Nueva York y un amuleto improvisado por mi amiga del alma, salí al pasillo del hotel y empecé el largo recorrido hacia el altar.

Blanca.
Y radiante.
Más que nunca.
No para siempre.