
Recliné el asiento del avión lo más que pude y estiré las piernas por debajo del asiento de adelante. Ubiqué la pequeña almohada sobre la ventanilla y apoyé mi cabeza. Llamé al sueño, único remedio pasajero para el olvido.
De pronto estaba caminando por un paisaje lleno de flores. Mi pelo negro me rozaba la cintura y se enredaba con el viento que arrastraba mariposas en pleno vuelo. Un intenso aroma a jazmines se colaba por mi nariz y me impregnaba la piel. A lo lejos, un enorme árbol color rosa se recortaba del resto de la escena. Pude distinguir dos siluetas, borrosas, difusas. Me acerqué, pisando flores blancas y amarillas. Reconocí la imagen de Javier, recostado bajo el árbol junto a una niña rubia como el sol que intentaba atrapar mariposas. De sus bocas entreabiertas brotaron risas y pétalos azules que cubrieron mi cuerpo desnudo.
- ¿Dormís? - me preguntó Javier al oído.
- Soñaba - le respondí - Uno de los sueños más lindos que recuerdo haber tenido en mucho tiempo.
Javier sonrió como si pudiera imaginar el paisaje que yo había visto.
- La gente duerme, creo que debo ser el único que está despierto - agregó.
- Ajá - contesté sin entender para qué me había despertado.
- ¿Vos te animás a cumplir mi fantasía? - me preguntó con ojos pícaros.
- ¿ Cuál ? - pregunté como si desconociera la respuesta.
- La del baño del avión, Mir.
Como adolescentes en plena travesura, nos ingeniamos para encontrar el momento en que nadie nos viera.
El espacio era demasiado pequeño pero nos regalaba la comodidad de estar juntos. Cada movimiento, por pequeño que fuera, nos obligaba a un roce involuntario entre nuestros cuerpos.
Me besó con ansias, llenó de pasión, aferrándose a mi cuello. Acarició mi escote, se deslizó por mi cintura y más tarde recorrió mi espalda con sus manos.
Sentí el calor de sus dedos sobre mi ombligo y el movimiento del botón atravesando el ojal de mi pantalón. El casi imperceptible sonido del cierre me estremeció, paralizando mis gestos.
La imagen de Manuel reaparecía en flashes sobre mis pupilas.
Me detuve. Lo detuve.
Agaché mi cabeza, impulsada por el peso del recuerdo y la tristeza.
- ¿Qué pasa, amor? - me preguntó Javier tomando mi cara entre sus manos.
Un par de lágrimas surcaban mis mejillas y rodaban sin destino.
Hubo un silencio, una quietud extraña capaz de anteceder a un huracán.
- No me contaste todo, ¿no? - preguntó con enojo - ¡¿Qué te hizo ese hijo de puta?!
- ...
- ¡Contestame! ¿Me mentiste? ¿Te acostaste con él?
No pude responder.
El mutismo de mi voz fue una dolorosa duda que se adueñó del corazón de Javier.