
Me pasó a buscar puntualmente.
Estaba realmente lindo, vestido de absoluto negro y bronceada la piel.
Apenas me vio, sonrió.
- Estás muy linda - dijo
- No te quedás atrás - respondí con algo de audacia.
Fuimos a cenar a un restaurante que, según me dijo en el camino, estaba bastante de moda y que había ganado popularidad por lo íntimo del ambiente.
Mesas bajas, velas y el mejor sushi, acompañado de un buen vino.
Hablamos mucho, sólo al comienzo me contó la propuesta laboral, la modalidad de trabajo y un estimado del salario, que era muchísimo más tentador que lo que ganaba en el teatro.
El resto de la noche, nos fuimos conociendo.
Javier era argentino, nacido en Rosario. A los veintidós años había decidido ir de aventura por el mundo junto con un amigo y terminaron en Nueva York, después de ser camareros durante mucho tiempo en Miami. Por las tardes, había estudiado fotografía, dedicándose por completo a esa pasión y retratando todo lo que se cruzaba en su camino, casi como un adicto. Después de presentar su trabajo en muchas empresas, fue Alan quien le había brindado la oportunidad de un empleo como fotógrafo, cinco años atrás.
Estaba soltero. Solterísimo.
A medida que pasaba la noche e iba haciendo efecto el vino, yo alternaba mis pensamientos entre lo atractivo de Javier y mi odio hacia Octavio. Repasaba las malas experiencias, sumaba desilusiones, restaba desaciertos y el resultado, entre copa y copa, era buscar un escape en Javier. Divertirme, cambiar el rumbo, poner punto final a lo que me perjudicaba, sin pensar más allá.
Una osadía inusual me encontró acariciándole el pelo mientras él manejaba por la calles de New York en el regreso. Estaba mareada, pero consciente. Y nunca tan audaz.
Por supuesto, que el final es casi obvio.
Fuimos a su departamento y, antes de que pudiera mirar la decoración del living, ya estábamos quitándonos la ropa.
Puro impulso, sensaciones. Era libre de mi pasado por un rato. No había Manueles ni Octavios. Ni buenos, ni malos.
Javier y yo, motivados por la atracción del momento.
Amanecimos juntos, abrazados.
Preparó el desayuno y lo trajo a la cama mientras abría la ventana para que entrara el sol.
Me miró, sonrió y no me importó si la noche había sido una equivocación o una hazaña.
Me sentía feliz.
Claro que la felicidad era efímera. Sobre todo considerando que siempre había alguien dispuesto a recordarme que debía pedir permiso para disfrutar.