
El tiempo que siguió fue un túnel negro en el que no alcanzaba a distinguir ninguna salida posible.
Es difícil rebobinar las escenas y hacerme inmune al dolor cuando las veo pasar, una a una, sobre la pantalla de mi mente.
Manuel se volvió una sombra, una prolongación de mi existir.
Tuve que cambiar de teléfono dos veces y siempre se las ingeniaba para conseguir el nuevo número. Finalmente, opté por llevarlo apagado, pero al encenderlo, un mínimo de doce mensajes de voz y otro tanto de texto, aparecían en el visor del aparato.
Di de baja a mi antiguo mail para no tener que seguir leyendo sus cartas, algunas veces en forma de declaración de amor y otras en lenguaje de amenaza.
La única alternativa que logró devolverme un poco de paz fue la de quedarme en casa, aislada del mundo en el que existía Manuel.
Tres semanas después, un día domingo, Javier volvió.
Lloró como un chico abrazado a mi pierna, pidiéndome perdón hasta quedarse sin aliento.
No había ira ni bronca alguna que pudieran no flaquear ante semejante manifestación de amor.
No pude no perdonarlo.
Con él me animé a salir otra vez a la calle y a retomar poco a poco mi vida.
La panza crecía, la ilusión de que Manuel se hubiera evaporado también.
Pero la vida ya me tenía acostumbrada a que no podía elegir del menú todas las cosas que me hacían bien.
Si algo estaba en orden, el resto en cualquier momento podía derrumbarse.
Y así fue, dos meses después, mi vida estaría sepultada bajo los escombros.